Saturday, October 21, 2017

Inmunología

Escribo esto para sobrellevar un día triste en extremo. Sepan disculparme.
En este país no hay una sola sociedad. Es tan vasto y diverso, que bajo un ordenamiento jurídico, un estado, pretendemos una sola nación.

Usted sabe que no es así.¿Qué tiene que ver esta ciudad que mira todo el tiempo con añoranza a Europa con, por ejemplo, Milagro Sala?

Muy poco. Tal vez usted responda mostrando expedientes judiciales. Pero es otra cosa la que quiero que vea:

Intentamos aglutinar comunidades, en algunos casos, me animo a decir, naciones, bajo esa estructura jurídica que, además resulta estar en construcción permanente, que llamamos estado. Luego olvidamos ese estado de imperfección y como dije, lo pretendemos una única nación.

Voy a intentar entonces con otro ejemplo:

Los mapuches, que ya sé que algún lector los acusará de terrorismo secesionista, pero le pido a ese lector que me conceda unas líneas más, son unos de esos grupos, unas de esas comunidades que, de facto, hemos acomodado dentro de esa estructura simbólica. Claro que los hemos acomodado en un rincón difícil de sobrellevar.

Imagine usted que sus bisabuelos o abuelos no han bajado de un barco que ha cruzado el Océano Atlántico. Imagine que sus padres le enseñaron que sus ancestros no conocían la idea de la mercancía ni la de la propiedad privada. Imagine que en un pasado remoto, en su poblado, cuentan, que la propiedad era una cuestión comunal. Un pasado que lentamente se va convirtiendo en leyenda en el que los excedentes de alimentos eran cedidos a comunidades que habían tenido el infortunio de una mala cosecha.

Piense usted que hoy a esa gente, queremos, en colisión con sus tradiciones, convencerlos de que ahora, la tierra es un bien de cambio registrable y que los excedentes de la tierra son commodities

Me concederá que nuestro primer impulso es acusar a estas personas de atraso. De querer vivir en un pasado perimido. 

Nos permitimos ese impulso porque nuestra sociedad cree que ha construido algo mejor que el ordenamiento de este pueblo. Pero ¿Es mejor?¿Es tanto mejor nuestra manera de hacer las cosas?

Miramos con desdén a personas que viven la tierra como a una divinidad y que no pueden entender eso que le queremos hacer entender con el código civil. Nos indignamos porque no reciben con beneplácito el advenimiento de la propiedad privada encarnado en los chaperios que, de a poco van dejando espacio a los latifundios de la modernidad. 

De todos modos, apenas se quejan pues apenas tienen unos pocos anticuerpos para resistir el orden de cosas que se les imponen. Son los pobres entre los pobres. Mientras tanto nos contentamos pensando en esa cosa inasible llamada progreso.

¿Pero qué tan perfecto es nuestro progreso?¿No tenemos el mismo problema inmunológico?

Hágase la pregunta conmigo.

No piense en especial en este gobierno, en el anterior o en otro. Haga un esfuerzo de abstracción. Por favor. A mí también me cuesta. Claro que alguno me gusta más que otro pero no es importante en este momento.

Usted y yo tenemos la suerte de no vivir en una monarquía lo cual es a mi juicio una ventaja. La idea de un gobernante elegido por la divinidad, personalmente, me aterra.

Como usted, creo, algunos días que vivo en el más razonable de los sistemas de gobierno: la democracia.

Otros días me pregunto ¿Cuál es la distancia real que nos separa de aquellos que han sido, literalmente, conquistados?

Stephen Hawking hace poco desaconsejó continuar con la búsqueda de vida extraterrestre recordando las consecuencias nefastas que cada pueblo ha experimentado en las ocasiones al encontrarse con otras civilizaciones que las descubren y las conquistan.

En ese sentido le propongo la siguiente duda: ¿Son los radio telescopios del SETI los que hay que apagar o las pantallas de nuestros televisores?

¿Es nuestra democracia inmune a la invasión de los mensajes que los medios masivos transmiten?

En la democracia delegativa que abrazamos con tranquilidad y a veces con fervor, al final del día nos encontramos pudiendo elegir entre opciones finitas, escasas y con un nivel de garantía ridículo, con suerte cada par de años.

El nivel de garantía de que el voto sea traducido en las acciones prometidas, propagadas en esos televisores y radios que, a esta hora, si me lee, Stephen, debe estar tratando arrojar por un agujero negro -al menos teóricamente- es casi nulo. Tuvimos un presidente que explicó que no podía contarnos sus intenciones reales en la campaña.

Como contrapartida, esos mensajes se nos enquistan en la cabeza y consiguen que nos identifiquemos con personas, ideas o intereses que difícilmente son los nuestros.

Imagino que usted ha identificado esas invitaciones a vivir el futuro con esa cosa irracional que es la fe. Y, si no lo ha hecho, lo invito a mirar el mundo con desconfianza. Le pido que recapacite sobre los intereses de quienes le están hablando. Sobre todo cuando le están pidiendo ese pedacito de su participación. Ese rincón en el que usted, que se parece a mí, también se parece a un mapuche que vive sin luz en una casilla de chapas en las márgenes de un latifundio o en un desocupado que está en un asentamiento en el conurbano o, a lo mejor, incluso dentro de esta ciudad que mira el río queriéndolo mar.

Ahora sí. Ahora que le he implantado la duda, incluso acerca de mis palabras, piense en el gobierno que quiera, en el país que quiera, en el mundo que quiera.


Tuesday, March 7, 2017

La rubia de bolsillo y la moda pasajera

depeche-2

Como cada tanto, el otro día viajé en el tiempo.

Del modo en el que suelo hacerlo. Un modo inconsistente.

La última vez que había visto a Cecilia, ella tenía, como era de esperarse, mi edad. Después de todo fuimos a la escuela juntos. Nos conocimos cuando nuestros guardapolvos aún no eran blancos. Nos perdimos el rastro después del séptimo grado e increíblemente, o no, desarrollamos algunos gustos en común en esa ausencia recíproca.

 

Los dos, en algún momento, nos cruzamos con depeche mode, pero en contradicción con el nombre de la banda , no nos resultó pasajero.

Incluso estuvimos, a eso de los veinte en uno de sus recitales en esta ciudad sin saber que el otro estaba ahí, en la multitud.

A los treinta y algo recuperamos el contacto y nos sorprendimos con algunas coincidencias.

Hace un tiempo, mi psicoanalista me habló, sin mencionar su nombre de una chica que lamentaba no haber visto un concierto de la banda, por cuestiones de edad.

No sé si de generoso, o por vanidoso, le hice llegar, sin conocerla, las grabaciones de los conciertos de 1994 y 2009. Claro que no le mandé un casette. Le pasé unos enlaces para descargar los archivos. Recibí un agradecimiento por interpósita persona y todo quedó ahí.

Hasta que un día mi analista abrió la puerta del consultorio y allí, con ella, estaba Cecilia con los veinte años que no le conocí. Rubia, como siempre.

“Este es el caballero que te envía las cosas de depeche mode” dijo Raquel.

Por un momento pensé en explicarle que ya nos conocíamos pero Cecilia evitó mi derivación a un psiquiatra acercándose con un beso en la mejilla y un “encantado”.

Me mostró que en su brazo derecho y llegando al hombro tenía un tatuado un verso de una canción de la banda.

Un poco por presbicia, un poco por pudor, no pude revisar bien su hombro así que no sé que canción era. No nos hemos cruzado de nuevo. Ni a tiempo ni a destiempo así que sigo sin saberlo.

Bonus track:

Como en la “Anteojito” acá viene pegado el regalo para descargar:

depeche mode en el Estadio Velez 8/4/1994

depeche mode en el Club Ciudad de Buenos Aires 17/10/2009


Thursday, March 2, 2017

Una crónica muy incompleta de mi paso por un locutorio para una sirena ahogada en vodka.

Hace más de diez años, a mi padre, que ya tenía dos familias, se le ocurrió que también necesitaba dos negocios familiares.
Se le ocurrió que quería tener un locutorio. PICT0004-1.JPG
Al principio, parecía que era algo que quería hacer con la familia que había tenido escondida pero necesitaba justificar sacar guita del negocio familiar que ya teníamos y terminamos metidos todos en ese despropósito que hizo que se revelara lo sorete que era él y lo pelotudo que puedo ser yo.
Una hermosa historia en la que termino en un hospital en la última discusión sin interpósita persona con él. Mi hermano corriendo desde Córdoba porque la cabeza me la abrió durante sus vacaciones.

El locutorio estaba sobre otra Córdoba, la Avenida. Y mi padre se murió sin volver a dirigirnos la palabra porque se convenció de que yo fundí la gallina de huevos de bronce.
Me tendría que haber dado cuenta de que había cometido un grave error en cuando tomé posesión del fondo de comercio (nota: nunca, nunca, nunca compre un fondo de comercio).
La empleada saliente de la familia armenia que nos había engañado para sacarse de encima un negocio declinante aderezado por un locador cuasi famoso que resultaría tan avaro que jamás reparó un agujero del techo del edificio, que poseía en su totalidad, me mostró, mientras Edmond y su papá Achot descorchaban un champán y comían unas frutillas, todos los últimos detalles: “Esta es la caja… Acá hay mil monedas de un centavo para los que se enojan cuando les redondeás los veintitrés centavos en veinticinco…las llaves fijas para los bulones que sujetan las computadoras para que los clientes no se las roben…”
Abrí los ojos como si me hubiera convertido en personaje de animé y la chica, que por cierto, era hermosa, sonrió y me dijo que la gente, si
podía, se robaba las computadoras y los teléfonos.

Yo nunca había hecho un trabajo en el que le viese la cara al cliente y, de hecho, me encerré, en la trastienda para poder seguir haciendo mi trabajo de gerente administrativo, financiero y de miscelánea del otro laburo de manera remota y pusimos empleados en el mostrador a lidiar con eso abominable que es el prójimo.
El local tenía diecisiete cabinas telefónicas y treinta computadoras. Una docena más siguiendo un capricho de mi padre que no pudo esperar una semana para tirar una pared abajo y comprar unas más nuevas con dos efectos colaterales:
El aire acondicionado nunca más refrigeró el local como correspondía y todo el mundo quería una de las computadoras nuevas, que estaban en el fondo, dando la impresión de tener el local vacío aún con una docena de usuarios de Messenger (El de Microsoft, no el de Facebook).Probablemente conversaban con sus dedos entre ellos dándose la espalda.
Debería haber sospechado que era el principio de un recorrido por un por una especie de jardín zoológico pero poblado por algo así como seres humanos en el momento en que mientras negociaba con Don Achot, que simulaba necesitar a su hijo Edmond de intérprete, terminé compartiendo un sillón de dos cuerpos con un Pitbull que, no sé bien que idioma hablaba.
Lo cierto es que pronto aprendí, a título oneroso, cosas como que las tarjetas telefónicas, eran en ese momento la cosa que más se robaba en este país sólo superada por los relojes de pulsera. Y nos las robaron usando exactamente el procedimiento que la hermosa chicaarmenia me explicó mientras yo sostenía las cosas que me iba dando en la toma de posesión.
No lo voy a contar en detalle porque me va a venir a buscar el INADI pero digamos que el procedimiento comienza con una pequeña multitud que decide que no puede hacer fila, rodea todo el mostrador del local, comienza con una serie peticiones simultáneas encabezada por una consulta por el código de área para llamar a la localidad peruana de Trujillo y finaliza con la desaparición de esa pequeña multitud y -en el relato de la chica, una computadora- miles de pesos en tarjetas prepagas telefónicas.

Esas tarjetas, me las vendía otro delincuente: Un ruso falso llamado Alexis (aquí va un apellido que graciosamente suena como “caca” en ruso) que no sólo no me daba crédito… ¡Terminó pidiéndome plata por adelantado todos los benditos días! Me llamaba pidiéndome cosas insólitas, como que no terciase a favor de su esposa en sus desavenencias conyugales -nunca entendí como- o que comprase -para ambos- cierta tarjeta con carácter de figurita difícil en un proveedor que lo había expulsado por incumplimientos que pronto conocería.

Todo esto sazonado por un grupete de dependientes verdaderamente rusos o ucranianos, incluyendo a la Larisa de los emails de “quiero ser tu novia rusa” y Oleg, un ucraniano que se comunicaba con onomatpeyas que, creo, querían decir, “Kalashnikov”.

Yo necesitaba, esas tarjetas, claro, para vendérselas a los clientes de esa filial del infierno y, supongo que era el celofán que las envolvía, pero gran parte de ellos pretendía fabricarse promociones de “2×1” alegando que la tarjeta que se les había vendido no había redundado en crédito en su teléfono celular por lo que pretendían, que se les entregase otra.
No voy a explicar como lo solucionamos porque la idea se le ocurrió a mi padre, que, por lo general, las ideas se las robaba a otros así que no le concederé el mérito.

Esos mismos monstruos, los clientes desarrollaron, en general una pretensión que hizo llevar adelante ese negocio fuese más difícil que ejerecer la medicina o el derecho. Los médicos que venían a mirar porno en las computadoras con cabina pueden dar fé.
Los concurrentes al local desarrollaron la convicción de que, a diferencia de un médico o un abogado, que tienen para con su paciente o representado, una obligación de medio, un boludo que tiene un locutorio debía de tener una obligación de fin.

En español: Un médico tiene que hacer todo lo posible para salvarte. El gil que le paga a una empresa de telecomunicaciones para poner un locutorio está obligado a puedas hablar con la tía Enriqueta. Aún si marcaste el número equivocado o la tía es una ingrata que tiene un contestador autómatico. (Aquí iba otra cosa que no puedo explicar por lo del INADI pero incluye una tarjeta prepaga con tarifas preferenciales para llamadas a ciertos países latinoamericanos). El gil del locutorio, es el reponsable de que no consigas escribir esa monografía sobre el factor RH e incluso que la dirección de email que de email que te dio esa chica “susanita@mejorcascatesolo.com.ar” no haga otra cosa que rebotar tus email lascivos.

Así que se volvió una cosa de todos los días que la gente no quisiese pagar los bienes o servicios que se comercializaban en el establecimiento.

Creo que el mejor ejemplo es el de una señora muy mayor que trajo una foto para esacanear y que le hiciésemos una impresión a todo color que no quería pagar porque en la copia no sólo salía su adorado nieto ¡También estaba la harpía de la novia del nene! a quién detestaba y por cuya imagen jamas pagaría ni un austral.
Claro que también había clientes que eran mucho más comprensivos y llevaban adelante ellos mismos la obligación de fin. Asi que, hasta que la policia me pidió un proxy que filtrase el porno – y luego también- tuvimos una nutrida y amorosa porción de la clientela que se proporcionó, con ayuda audiovisual, la satisafacción que otros de nuestros visitantes jamás parecían poder lograr:
El primer caso que recuerdo lo portagonizó un joven que se encerró en un una de nuestras cabinas con computadora y teléfono durante nueve horas a mirar materiales diversos, que, por cierto ,se podían ver por la puerta vidriada y que, contra toda indicación higiénica sacó de su mochila, al promediar la jornada, una vianda: Arroz con pollo, creo.
Luego aparecieron los que se masturbaban en sitios mas expuestos del local para beneplácito de mis dependientes, continuó con unos médicos del Hospital de Clínicas -una chica y dos chicos- que estudiaron varios videos y se fueron a un lugar más cómodo y llegó a su punto más alto con un llamado que me despertó cerca de la medianoche:
“- Marcos, la policia se llevó a unos que estaban cogiendo en la cabina 4”.
Era comprensible: En esa cabina no había computadora.
Y todas estas cosas con gente que, se supone ,tenía todos los caramelos en el frasco. Porque también había de los otros (hola INADI) que, por ejemplo decían que estaban buscando en las cercanías de mi oficina un baño que no existía pero que agradecían haber podido usar o uno que preguntaba por el Señor Mitre en una peculiar manera de pedir una moneda -en ese caso un billete.

Le prometí a la Vodka que le iba a escribir algo de todo este asunto pero se me agolpan los episodios. En especial los que tienen que ver con ese raro momento en que la gente descubrió que en Internet, todo era -y es- pornografía pero aún no tenían el servicio en su casa y al final venir al locutorio, para algunas personas, era como animarse a venir a la zona roja. Hasta nos visitaban varias travestis del barrio con el mismo propósito para beneplácito y excitación de los niños pequeños que eran liberados en el local por sus adultos responsables para poder usar un rato el ICQ sin molestias.

En el conocimiento de que algunos de los habituales visitantes hallaban algo de satisfacción una vez se me apareció, dispuesto a arrogarse la representación sindical  de nuestros empleados (correctamente declarados en el sindicato de telecomunicaciones) ¡El sindicato de los trabajadores de la diversión publica! que alegaba representar a jinetes de espectáculos de doma, operadores de scalextric, cantantes de karaoke, meretrices en departamentos privados, strippers y toda actividad en la que el trabajador asalariado consiga que una sonrisa o un gemido salga del cliente.

Cuando los números explicaron que no era cierto que Edmond y Achot anduviesen añorando una destruida ex República Soviética si no que el negocio era pésimo, mi hermano y yo resolvimos, en contra de la opinión de nuestro padre, salirnos del negocio.
En el medio de esa debacle ocurrió un último episodio risible.
Estaba intentando vender las instalaciones y un competidor del barrio vino con una chica a mirar las sillas que teníamos en el local.
Le pidió que se sentase y que le dijese que opinaba. Se alejó unos pasos de la que yo creía era su novia y me dijo casi en secreto:
“-mi empleada es una inútil, pero tiene un ojete descomunal. Si no la rompe, no la rompe el culo de nadie”.
Me compró seis.


Sunday, November 27, 2016

Lo que se nos perdió en el fin del mundo

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Un poco recuerdo. Un poco me lo invento.

María de los Ángeles nos mostró la foto. Y recordé.

Créase o no, cuando era chico vivía cerca de un autocine abandonado.  Pero no era cualquier autocine. Era un autocine abandonado sobre la azotea de un supermercado.

Por razones de solidaridad, el supermercado también estaba abandonado.

Como todas las cosas que no se parecen a tu casa, cuando chico, esa parte del barrio era el terreno de nuestras pequeñas aventuras.

La foto que nos mostró María de Los Ángeles -que por cierto, quiere cambiarse el nombre, pero esa es otra historia- retrata uno de esos momentos de leyenda de nuestra infancia: un montón de autos con paragolpes cromados, como gustaba en los años setenta frente a una pantalla, durante la función en una noche de esas en que el mundo, aunque no la película, era en blanco y negro.

Para nosotros, ese edificio gigante, que le ganaba por varios cuerpos al de nuestra escuela con nombre de avenida, nuestro edificio más grande hasta que en cuarto o quinto grado le empezamos a prestar atención a esta mole, era lo que quedaba de las ruinas de un mundo que no conocimos .

Nunca vimos una película en ese lugar. Sólo sabíamos que había sucedido.

Nos contábamos que habían proyectado películas. Nos contábamos que habían matado a una chica en esa planicie gigante. Nos contábamos que luego ya nadie quiso ir a ver "Tiburón" adentro de un auto, arriba de un supermercado y junto a palabras escritas con la sangre de la chica.

En este punto mi memoria flaquea y debo decir que no recuerdo si había consenso sobre lo que estaba escrito con la sangre de la pobre chica pero imagino que toda la combinación también afectó al supermercado porque la gente no quiere tener a la muerte sobre sus cabezas en ninguno de los sentidos posibles mientras compra melones de oferta y dejó de visitarlo.

En quinto grado se nos apareció Matías. Y se nos apareció mudándose al barrio en la larga cuadra de enfrente de esa mole inquietante.

La familia de Matías era una de esas familias que no pueden tener el culo quieto por razones que no terminábamos de entender y eso había provocado cosas increíbles a nuestros ojos: Había hecho una parte de la primaria en Francia, su hermana menor había nacido en Israel y, por si esto fuera poco, tocaba el clarinete, tenía un perro rengo y una cupé  Chevv.

Visitarlo, para mí era, ahora que lo pienso, un poco como ir al circo. Para él ahora que lo recuerdo vivir en nuestra sociedad era un poco insoportable. La versión de la escolaridad en Villa del Parque le resultaba increíblemente prusiana y si me lo permiten, voy a defender su intento de ajusticiar a una maestra suplente que lo hostigaba por desprolijo.

Traje a Matías y su familia de trashumante para fijar el momento en que el centro de gravedad de nuestros recorridos se desplazó a las inmediaciones  de ese monstruo abandonado.

Voy a conceder aquí la existencia de una versión alternativa del relato en la que se deja constancia del hecho de que en esa misma cuadra vivía Verónica, una compañera de grado que, al promediar el último año de la primaria tenía quince o dieciséis años y que también podría ser el motivo de nuestra persistente presencia en la zona.

Lo importante es que, ya sea, la peculiaridad del modo de vida de Matías, la incipiente sensualidad de Verónica o la fascinación por la decadencia urbana, nos la pasábamos cerca de esas ruinas a la vera de la vía del tren.

Teníamos hasta un puente peatonal que nos ponía del otro lado de nuestro fin del mundo dejándonos ver nuestro barrio desde el otro lado de las vías.

Era desde ese lugar en el que mejor se veía la gran rampa que alguna vez permitió que los autos saliesen de la azotea luego de cada función.

Hoy que manejo un auto supongo que no me impresionaría tanto -sobre todo luego de ver las rampas curvas de cierto complejo de cines de barrio rimbombante diseñados por el mismo belcebú- pero entonces era el sendero hacia el misterio. Las más de las veces solo subíamos unos pocos pasos pero cada tanto alguno se le animaba a un fugaz vistazo a la azotea y volvía corriendo cuesta abajo asegurando haber visto a un cuidador que usaba las cartucheras del Llanero solitario amenazándolo con una bala de plata.

Otras veces aprovechando el escaso tráfico que nos permitía andar en bicicleta nos subíamos uno o dos metros por la pendiente para dejarnos caer y terminar, sin tener que pedalear a unos cincuenta metros de la salida. Era un entretenimiento un poco peligroso. Te lanzaba a la la calle que corría junto a las vías de nuestro lado del mundo, dando la espalda al tráfico que venía por ella pero dicho lo de la escasez del tráfico, el nivel de contingencia era bajo.

Algunos teníamos suerte y teníamos bicicleta. En mi caso, primera mano, algún otro heredada. Pero no era el caso de todos. En esa época la bicicleta, con sus, rueditas, era una cosa costosa y no era raro tener un amigo que te la pidiese prestada porque, simplemente, su familia no podía comprarle una.

Aquí debo decir que creo recordarme como un niño bastante egoísta y que lo que voy a contar a continuación es, tal vez, una demostración de que, incluso para ser generoso hay que practicar. Sobre todo para entender el sentido de la oportunidad.

Le presté la bici a Roly.

Roly era especial. Vivía en mi cuadra y no recuerdo si fuimos compañeros desde primer grado pero si no fue así, me lo debo haber topado primero jugando en la calle y luego lo descubrí con un delantal en el colegio.

No sé que pasaba con Roly pero la escuela no funcionaba para él. Era demasiado inquieto, incapaz de fijar la atención en un pizarrón y físicamente torpe. Tanto como para hacer cosas que resultaban peligrosas, incluso, para él.

Roly era por sobre todas las cosas, desmesurado. Desmesurado y alegre.

Siempre sonreía aunque eso hiciese que se lo tildase de idiota.

Seguramente, hoy, la psicología o la psicopedagogía encontrarían un nombre para describir en un adjetivo la peculiaridad de su conexión con el mundo. En ese entonces, las maestras se limitaban a no pedirle mucho y permitirle pasar de grado en reconocimiento de cierta simetría en la ignorancia.

Para que se entienda la parte de la desmesura debo decir que solíamos poner monedas, chapitas de las gaseosas o piedritas sobre los rieles del tren para ver que les sucedía al paso de la locomotora y Roly, sin que pudiésemos advertirlo, se las apañó para sacar un adoquín del cordón de la vereda -aún no entiendo como- y lo puso junto a nuestros guijarros. Y no. El tren no se descarriló. Pero hizo unos ruidos y lanzó una multitud de esquirlas incandescentes mientras arrastraba el granito a su paso.

No me acuerdo bien si Roly se asustó como el resto de nosotros. Prefiero inventarme el recuerdo de un chico fascinado con el festival de pirotecnia que desató. No me culpen.

Se la presté.

Y comenzó a caminar por la rampa pero no se detuvo en nuestra altura habitual. Caminó hasta la azotea. Miró el playón. No sé que vio. Nosotros, los demás estábamos en la prudente vereda. Nunca nos dijo que vio.

Sin apuro se subió a la bicicleta y se dejó caer por la rampa. Pasó delante nuestro a una velocidad tal que me resultó imposible darme cuenta si sonreía como de costumbre o si el vértigo lo había asustado. Fue tan rápido todo que sólo más de treinta años después me puedo detener para preguntármelo.

En este punto dudo acerca de cual será la mejor manera de contar el derrotero de Roly sobre mi rodado 16 bordó. En mi imaginación es siempre larguísimo pero voy a intentar darle la dimensión correcta.

Salió despedido por la calle lindera al ferrocarril y dejó atrás la plazoleta primero y todas las dos cuadras siguientes sin necesidad de pedalear. La primera era una cuadra larga. En total hasta ese punto había recorrido unos trescientos cincuenta metros.

En ese punto, imagino, habrá pensado que alejarse mucho implicaría todo un esfuerzo para regresar. O no habrá pensado nada y giró a la derecha para recorrer otras dos cuadras largas, unos doscientos  metros más. En ese giro lo perdimos de vista e imaginamos que volvería por la paralela y salimos a su encuentro.

Las evidencias demuestran que recorrió las dos cuadras y giró nuevamente a la derecha con toda intención de volver a nuestro encuentro. No lo logró.

Cuando llegamos a la última cuadra que encaró, más o menos a la mitad, encontramos mi bicicleta tirada en el piso junto a un ovejero alemán -no siempre todo fue golden retrievers y bulldogs franceses- y el piso manchado con sangre. La sangre era de Roly pero él no estaba.

Corrí a la casa de Roly, asustado. Un poco por lo que le había pasado y otro poco porqué su madre era de esos adultos que durante la infancia me atemorizaban.

Al llegar tuve el alivio de ver que estaba saliendo de su casa con su madre. Había corrido,  como cualquiera hubiera hecho,  hasta su casa. Ya no sonreía.

Ella le había vendado el brazo y ahora me estaba mirando con odio: – ¿Cómo le prestás la bicicleta? ¿No te diste cuenta de que es un idiota?  – me gritó.

Lo agarró del brazo sano y se fue,  imagino, a un hospital.

Roly no volvió a esa alegría que no sabía explicar , ni sabíamos entender.

En los tiempos que siguieron, el colegio se terminó, apareció en el horizonte,  la escuela secundaría, y la amenaza de la disolución de nuestra pequeña cofradía se hizo realidad.

Incluso Matías y su pintoresca familia nómade levantaron su carpa de circo unos días antes del final de séptimo grado. Como si no quisieran esperar hasta ser descubiertos sin un propósito porque nuestra infancia había terminado o porque debían sacudir el eje de nuestro mundo.

De a poco  nos fuimos distanciando unos de otros. Dejamos de rondar nuestros puntos de reunión y  abandonamos nuestro lugar en el mundo porque la gravedad nos llevaba hacia otro lado.

De a poco nos fuimos olvidando de todo esto,  inmersos en esta patraña de la vida adulta.

Nos olvidamos a Roly y su sonrisa acusada de idiota en esa azotea,  nuestro Tártaro. Ahí en la esquina.

Nos fuimos olvidando hasta que esta cosa en la que me estas leyendo nos hizo encontrarnos a algunos primero y luego hizo que ella nos mostrara la foto.

Tal vez, lo siguiente sea que alguno de los que no hemos vuelto a ver haga algo más que traer un recuerdo.

Que haga algo que de vuelta el mundo y nos ponga a todos al pie de esa azotea para que nos pongamos de acuerdo y subamos hacia lo desconocido para traer a Roly.

Porque me parece que él,  en realidad, nunca bajó.


Monday, June 27, 2016

Que lío

El fútbol es,  como dice Reynaldo Sietecase,  la más importante de las cosas menos importantes.
Al menos, lo es para millones de personas. Millones en los que,  lamentablemente,  no me incluyo.
Y digo que es lamentable porque luego de décadas

de regodearme en mi rareza he entendido que lo mío es algún tipo de insuficiencia. Es como si me faltase una enzima que se ocupa de desdoblar en mi fuero interno ese acontecimiento de la cultura.
Así las cosas, primero me he abstenido de presenciar partidos desde aquella vez en que le pedí a mi padre que me desanudara esa bandera a modo de capa y que me llevase a casa antes de dormirme en medio del encuentro.
Más recientemente,  consciente de esta suerte de atrofia, me he propuesto entender ese fenómeno, con escaso éxito, y sobre todo he decidido leer acerca del asunto. Especialmente a Eduardo Sacheri.
Ha resultado evidente,  la fascinación que todos aquellos que tienen esa sustancia en su organismo (llamémosle “futbolasa”) les produce ver a unos tipos corriendo tras una pelota.
El modo en que esos recorridos signan sus tristezas y sus alegrías es inequívoco.
Anoche miré unos minutos la televisión. Con escasa atención. Me perdí incluso el penal fallido de Messi. Es más,  no puedo conectarme con su desazón. No puedo abstraerme de mi parecer acerca de que sufrir, me parece que sufren otros que tienen muchas menos satisfacciones de la vida (podemos salir a la calle y les muestro).
Sin embargo, pienso que yo esto no lo entiendo y que si este tipo, acomodando en la red una pelota puede hacer que alguien sonría, puede ser,  que a, a pesar de Borges, esté salvando a alguien,  esté salvando al mundo.
Que lo siga salvando.


Thursday, May 19, 2016

Esdrújula

Anoche,  como de costumbre,  habló dormida.
Dijo, por primera vez, “Lingüística”. Dijo, por primera vez, una palabra esdrújula.
La escribí y me di cuenta de que tenía diéresis. La primera diéresis del blog.
Miré bien la palabra “diéresis” y me di cuenta de que es esdrújula.
Una esdrújula dentro de otra esdrújula.
Miro “esdrújula” y es esdrújula.
Una esdrújula dentro de una esdrújula dentro de una esdrújula…


Tuesday, April 5, 2016

La pintura de la explicación

zzzznacp2 NOTICIAS ARGENTINAS,Baires abril 5: El Ministro de Justicia German Garavano junto al Jefe de Gabinete de Ministros Marcos Peña y la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich esta mañana en Casa de Gobierno en conferencia de prensa.Foto: HUGO VILLALOBOS zzzz

Miro la foto.

Lo primero que veo son las manos del hombre que está hablando.

Las extiende como sujetando un objeto imaginario. Se me antoja una caja. Una caja en la que le gustaría meter este momento y empaquetarlo. Cerrarlo con cinta adhesiva y posiblemente enterrarlo en el jardín.

No puede. Su jefe le ha delegado la tarea de explicar una incómoda revelación. Así las cosas su lenguaje verbal hace lo posible y sin embargo sus manos quisieran irse del salón en el que se lleva a cabo la conferencia de prensa.

Tal vez quiere, como se me antoja, sujetar las situación con las manos o, al menos, detener a los periodistas que le preguntan por el incómodo asunto.

Los funcionarios que lo secundan también han recibido la encomienda.

La mujer de la derecha, con sus brazos cruzados –esos que usó antaño para rechazar a un pretendiente- mira con enojo a los periodistas, fotógrafos y sobre todo a los lectores de este blog o cualquier medio. Sin dudas se propone amedrentar.

El tipo a la izquierda ya arranca mal porque le han dado el extremo que más le incomoda en la pintura. Tal vez por eso mira al primero  con un semblante de angustia.

No puedo ver sus manos . No sé si está rezando o ensayando algún otro gesto animista pero sus anteojos no consiguen ocultar su preocupación.

Los tres están ahí, como les pasa seguido a los políticos, tratando de explicar algo que resulta muy difícil de creer. 

Me quedo mirando la foto largamente, en la conciencia de que estos tres reyes magos lo único que quieren es que les creamos que su jefe  sólo quiere lo mejor para nosotros. Una pena: tengo problemas con la glándula de la fe. Me cuesta creer.